Por Juan Felipe Amaya Mejía, Abogado Penalista.
Los difíciles días que estamos viviendo empiezan a dejarnos la conclusión de que el COVID-19 llegó para cambiar el mundo. Esto, a simple vista, podría parecer una exageración derivada del confinamiento, no obstante un análisis detenido de los efectos de la pandemia a nivel global, nos indican que estamos ante un hito histórico que cuestiona, y abre el debate, sobre distintos paradigmas sociales.
En Colombia, como en otros países, el virus ha rescatado la discusión sobre la problemática del sistema penitenciario, debate que parecía haberse “normalizado” con el paso del tiempo, pues las instituciones y la sociedad han tolerado, por distintas razones, la existencia de un “Sub-Estado” que convive entre nuestro preciado Estado social de derecho a pesar de que no respeta las premisas más básicas de nuestra Constitución.
La discusión comenzó a ambientarse en redes sociales, principalmente por la naciente agremiación de abogados penalistas, cuando apenas se registraban los primeros casos de COVID-19 en el país. Luego vino la terrible noche del 21 de marzo, un despliegue de violencia, caos y muerte sin precedentes en nuestra historia reciente. Esta tragedia, pendiente por aclararse, prendió las alarmas y puso el balón en la cancha del Gobierno, era evidente que debían adoptarse medidas excepcionales para mitigar el efecto que la pandemia va tener sobre la población privada de la libertad.
Así, se anunció que el Ministerio de Justicia proyectaba un decreto y el debate aumentó, no sólo por la tardanza en adoptarse las decisiones sino porque la opinión pública empezó a visualizar una excarcelación masiva. Entonces, vinieron las más variadas teorías conspirativas: “los penalistas quieren sacar a sus clientes”, “el Gobierno quiere favorecer al ex Ministro Arias”, entre otras.
Finalmente, apareció el borrador del decreto y ahí la discusión pasó a otro nivel. El Gobierno parecía buscar un punto intermedio, reducir el riesgo para la vida y salud de un segmento de los reclusos (mayores de 60, mujeres embarazadas o con niños de menos de tres meses, discapacitados, enfermos y los detenidos o condenados por delitos culposos), sin que ello significara impunidad. Así se ideó una figura que consistía en permitir a este grupo, minoritario, pasar a detención domiciliaria de forma temporal, por unos meses, mientras subsista la pandemia.
Muchos penalistas del país recibieron con decepción la propuesta del Gobierno, pues adicionalmente se excluía la aplicación de esta figura a las personas cuya privación de la libertad se diera con ocasión de un listado de delitos bastante amplio. Sin embargo, con sus limitaciones, el decreto era un comienzo que permitía reducir riesgo a los más débiles.
No obstante, cuando todo parecía listo, el Fiscal General de la Nación informó sobre la creación de una comisión de alto nivel para dar a conocer, en una semana, las observaciones del ente investigador al borrador de decreto, las cuales luego compartiría con la Corte Suprema de Justicia, a la cual el Fiscal ha denominado como su “junta directiva” (sí, la “junta” que tarda meses en decidir cuestiones tan sencillas como elegir a sus propios integrantes o a su Presidente).
Fue entonces cuando inició la lluvia de críticas. En primer término, al Fiscal, por el tiempo requerido para pronunciarse a pesar de la premura de la situación. Luego el destinatario de las mismas fue el decreto, el que cual examen de estudiante reprobado, fue destrozado ante la opinión pública en el concepto que emitió el Fiscal Barbosa, quién a su turno pasó a ser el blanco de los reproches por parte de distintos sectores, como se evidenció en las columnas de opinión de los profesores Velásquez y Uprimny.
Sin embargo, mientras recreábamos la patria boba en su máxima expresión, se presentaron los primeros casos de COVID-19 en la cárcel de Villavicencio y también las primeras muertes de reclusos colombianos por el virus. En pocos días, el número de casos creció, al punto que ayer se registraban 15 positivos. Esto forzó al Gobierno a sacar el decreto, el cual terminó siendo más “minimalista” de lo inicialmente pensando, dejando la percepción de que será de muy difícil aplicación y que, deseando estar equivocado, estamos ante una posible tragedia humanitaria en las cárceles colombianas.
Así, si bien el virus nos ha puesto a hablar de prisiones y de las falencias del sistema, no es menos cierto que también nos ha demostrado la absoluta incapacidad que se ha enquistado, de tiempo atrás, en nuestras instituciones y que impide lograr las más mínimas soluciones.
El problema, hay que reconocerlo, no es la Ministra de Justicia ni el Fiscal General o el decreto, sino el sistema en sí mismo, el cual se ha convertido en una planta muerta que seguimos regando, y exhibiendo, a pesar de que sabemos que todos sus componentes están podridos en su interior. La pregunta es ¿cómo salimos de este laberinto?
El primer paso, si se desea un cambio, es mantener el debate más allá de la coyuntura del COVID-19 y hacer una reflexión interna, sobre lo que estamos haciendo mal (Gobierno, Congreso, Judicatura, Abogados Penalistas, Fiscalía, Organismos de Control, Partidos Políticos, Medios de Comunicación y la Sociedad) y lo que se debe hacer para cambiar esta vergüenza de sistema que todos, activa o pasivamente, hemos contribuido a construir.
Pero seamos realistas, los cambios profundos requieren voluntad política y ello sólo se conseguirá cuando en la agenda pública el problema penitenciario deje de ser el último del orden del día, aspecto que depende de una verdadera presión social. En Francia sólo hasta 1981 se decidió abolir la terrible pena de muerte, esto a pesar de que desde su origen se denunciaron las atrocidades de la misma, cómo en la célebre novela de Víctor Hugo, “El último día de un condenado a muerte” la cual, si bien fue publicada en 1829, parece aplicar perfectamente a la época del COVID-19, pues en ella recuerda su autor que “Lavarse las manos está bien, impedir que la sangre corra estaría mejor.”
Twitter: @JuanFelipe1985